La Enfermedad del "Amor"
Original.
En proceso.
Si quieres ponerla en alguna página ¡adelante! Tan sólo no te olvides de dar créditos.
La Enfermedad del “Amor”
En proceso.
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La Enfermedad del “Amor”
Recuerdo:
Había
nacido dentro de una familia progresista. Dónde mis progenitores
trabajaban y tenían sus propios ingresos, independientes
económicamente y lo único que les unía era su amor. A parte de
eso, siempre decían que sufrir por una persona era para débiles.
Que si una mujer lloraba por un hombre o se enfermaba por otro, era
una persona sin autoestima. Así que con ese pensamiento de que una
mujer correcta, debía ser independiente emocionalmente, crecí.
El
amor y yo no nos llevábamos bien. Más bien de él reuhía. No
sentía que fuera una persona con tanto carácter como mis padres
quería que lo fuera, por lo que para evitar disgustos me alejaba del
amor. Hasta que lo conocí...
Capítulo
uno:
Por
aquel entonces tan sólo era una niña inocente y con poco intención
de crecer más rápido de lo que mi cuerpo me permitía. A diferencia
de mis compañeras, era la única que nunca se había enamorado,
nunca había tenido una relación y mucho menos había sufrido por
amor. En cierto modo, era el punto de mira de la mayoría de bromas
de Instituto. Y quizás fue por eso, que mi carácter se endureció.
Aún seguía siendo una niña dulce, risueña y feliz, pero en lo
que se trataba del sexo contrario prefería mantener una distancia de
seguridad.
Así
pasé la mayoría de mi infancia, hasta que llegué a la
adolescencia, momento en que las hormonas se revelan y deciden actuar
por su cuenta. Las mías, a pesar de estar descontroladas se
mantenían calladas y discretas, hasta que cierto día decidieron
hacerse notar.
Estaba
en clase cuando una profesora me pidió que saliera, algo azorada me
informó que recogiera mis cosas y que me fuera a la entrada. Al
parecer mi madre había pedido que saliera un poco antes de lo
normal. Si hubiera tenido mi edad actual en ese momento, posiblemente
me hubiera asustado, pero en la etapa de más descontrol de mi vida,
tan sólo podía pensar una cosa: libertad. Así que obediente como
era, recogí mis cosas y esperé en la entrada a que mi madre me
viniera a buscar.
Durante
el trayecto en coche no habló, sólo miraba la carretera con actitud
seria y cogía el volante con fuerza. Estuve durante mucho tiempo
tentada en preguntarle si todo iba bien, pero cuando el coche se
detuvo delante del hospital, mi pequeño mundo perfecto se quebró.
No hizo falta que me explicara nada, sólo salte del coche antes de
que se parara y corrí hasta el interior. El olor a desinfectante y
amoniaco me golpeó en la nariz, pero eso no me importó, tan sólo
seguí con mi plan de correr hasta llegar donde fuera que estuviera
mi padre. Porque era él quien estaba ahí. No podía ser otra
persona, después de todo sólo eramos nosotros tres. Llegué al
recibidor jadeando, con el cabello pegado en la frente y con los ojos
asustados. Una amable recepcionista contesto todas mis preguntas con
voz dulce, cuando llegó mi madre la mujer le saludó y le indicó
que podíamos pasar.
A
pesar de que era una niña sensible, había aprendido a no llorar
delante de mis padres, después de todo, eso significaba debilidad.
Prefería dejarles pensar que seguía siendo una niña inocente que
no lloraba, que no descubrieran que su dulce hija ya se estaba
volviendo una mujer. Por eso, cuando vi a mi padre conectado a varias
máquinas, con cables cubriéndole el pecho y un tubo por la
garganta, tuve que controlarme para no llorar. Entré en la
habitación, me senté a su lado y le cogí la mano. En voz suave mi
madre me explicó que había sufrido un ataque al corazón, que
estaba fuera de peligro pero que debía descansar. Aunque su voz era
firme y sin ningún temblor, supe que también estaba conteniendo las
lágrimas. Las dos eramos unas mujeres fuertes. Aparté la mirada del
rostro inconsciente de mi padre para ver a mi madre. Sonreí le
abracé y con la cabeza bien alta salí de la habitación. Caminé
por los pasillos silenciosos hasta llegar a un lugar sin salida, me
aoville en una esquina y lloré.
Posiblemente
me hubiera quedado mucho rato ahí, si no fuera porque alguien
interrumpió mi lamento. Ese alguien olía a tabaco mezclado con café
y un aroma dulzón que me picaba en la nariz. Quería ignorarlo y
proseguir con mi llanto, pero parecía que el desconocido no estaba
dispuesto a dejarme ahí, por lo que limpiándome las lágrimas y
mostrándome lo más indiferente posible lo miré.
En
ese momento algo cambió. No sabría decir que era, aún ahora sigo
sin entenderlo, pero cuando nuestros ojos se cruzaron y el me dedico
una sonrisa, supe que entre los dos iba a pasar algo. Estaba tan
segura de ello que, dentro de mi pecho sonó un crack como
si las ruedas de un reloj comenzaran a moverse después de haber
estado quietas durante mucho tiempo.
- ¿Estás bien?- preguntó él mientras se arrodillaba y se ponía a mi mismo nivel.
Siempre
había pensado que los médicos eran seres altivos y cínicos, pero
con él me equivocaba. O por lo menos, eso creían mis ojos
adolescentes, aunque pronto descubrí que tan sólo pretendía ser
amable, como si fuera una obligación más que una necesidad. Antes
de que pudiera contestarle gruñó, se levantó y se dispuso a
alejarse de mi con indiferencia. En mi interior, algo me gritaba que
no le dejara escapar, que corriera detrás de él y lo mantuviera
junto a mi lado. Y ese pensamiento iba acompañado de mucho dolor. Me
llevé la mano al corazón y empujada por eso desconocido me levanté
y le abracé por la espalda.
- No me dejes sola, por favor.- susurré hundiendo mi cabeza en su espalda.
Ahora
de adulta, descubrí que ése fue el momento que me enamoré de él.
En vez de apartarme con desagrado como lo habían hecho mis padres de
pequeña cuando mostraba debilidad, se quedo quieto, relajado y dejó
que llorara sobre su espalda hasta que no tuviera más lágrimas.
Acto seguido, cogió mi mano y me llevó a una cafetería, me ofreció
un clinex e invitó a una taza de chocolate caliente. A pesar de que
era Junio y estábamos a casi veintiocho grados me lo bebí
obediente. En ningún momento pareció incomodo con mi demostración
de debilidad, tampoco miraba su reloj o hacía alguna mueca de
molestia. Tan sólo, espero.
- ¿Como te llamas?- quiso saber con voz suave, mientras apartaba un mecho pegajoso de mi frente.- Si voy a estar contigo un rato, me gustaría llamarte por tu nombre.- rió.- Dudo que te guste que te llame “niña”.
- No, no me gustaría que me llamaras así.- admití avergonzada y con el corazón latiéndome a mil por hora.
- ¿Entonces?- sonrió y apoyó su codo sobre la mesa y sujetando su cara con la mano.
Cuando
levanté la cabeza de la taza de chocolate le vi. Era un hombre
joven, con el cabello ondulado corto de un curioso color negro gris,
unos ojos grandes verde oscuro, una nariz marcada pero de un tamaño
discreto, labios gruesos y perilla de pocos días. El flequillo le
caía en los ojos de forma desordenada, dándole un aspecto más
informal, a pesar de que llevaba una corbata y traje, debajo de una
bata blanca. Como había dicho anteriormente, el amor o los hombres
nunca me habían interesado, pero él era diferente.
- Hanna. - susurré sintiendo como la sangre se iba colocando en mis mejillas.
- Encantada Hanna.- volvió a sonreír y me ofreció la mano.- Yo soy Jack. Un placer.
A
partir de ese momento, siempre que iba a visitar a mi padre me pasaba
a verlo. Las horas muertas que hablaban con el doctor, o cuando le
limpiaban, huía hasta la planta de bebés dónde él estaba sentado
observando a los recién nacidos. En una de las tardes me comentó
que estaba haciendo su especialización en Cardiocirujía y que había
tenido el placer de operar a mi padre. Emocionado, solía contarme
las cosas más escabrosas que le pasaban, como sus sueños y de vez
en cuando, se quejaba de algo. A pesar de que siempre sonreía, en
sus ojos claros podía ver lo muy infeliz que era, y aunque yo
tampoco fuera la felicidad en persona, quise hacerle feliz.
- Toma.- sonreí mientras le entregaba una tableta de chocolate. Él me miró enarcando una ceja sin entender.- Una amiga en el instituto suele decirme que si comes chocolate las penas se te van.- expliqué mientras abría el paquete y le ofrecía una onza.
- Tu amiga lo que intenta es superar sus problemas comiendo.- agregó algo incómodo, pero aún así cogió el trozo.
- Pues creo que es un forma muy inteligente.- agregué con la boca llena.
Durante
un minuto nos quedamos en silencio, mirándonos el uno al otro y
entonces él comenzó a reír. Fue en ese momento que algo en mi
organismo decidió detenerse. Quería reírme con él, pero una
fuerte presión en el pecho me oprimía la respiración y cuando me
quise dar cuenta estaba acostada en una cama de hospital, con mi
madre asustada a mi lado y Jack informándole de mi estado.
Fue
entonces que comprendí que el corazón también podía sufrir, pero
no de un dolor real, sino de algo que aún intento averiguar.
¡Hola! Me ha gustado mucho la historia. Interesante la forma de hacer las cosas de Hanna, me hizo gracia lo del chocolate xD
ResponderEliminarEsperaré la continuación :D
Bye!